Pienso en el título que me convoca,
y en principio, se me ocurren ideas acerca de el oficio de
poeta, y no estoy seguro que se trate de un ser, me parece
más bien, que se trata de una entrega vital, transformadora.
Es decir, un poeta es un trabajador y, si me atengo a la
Academia de la Lengua, sé que está en juego
un cierto riesgo o situación dificultosa, porque nunca
sabemos si podremos escribir el próximo poema. Y,
comprometerse es implicarse en la voz, involucrarse en los
sentidos, enredar los destinos, envolver la vida, mezclarse,
arriesgarse a la aventura de la palabra. Así que creo
que sí, que es una labor comprometida, humana y
existencialmente.
El oficio de poeta, es una expresión
que he leído en Cesare Pavese, a propósito
de sus reflexiones sobre la creación de su libro: “Trabajar
cansa”, donde habla de su actitud ante la creación,
cuando dice que en los tres años que le llevó dicha
obra, se ahondó su idea de la poesía y su capacidad
intuitiva y que, mientras la hacía trabajaba con la
convicción de que era lo mejor que se estaba escribiendo
en Italia y decía: “Hoy por hoy, soy el hombre
mejor preparado para entenderla”; o sea, el poeta es
el hombre culto de su tiempo. Expresiones, que no debemos
correr el riesgo de juzgar rápidamente. Entonces,
por el recorrido que me sugiere la propuesta, diría
claramente: un poeta es alguien comprometido con su tiempo,
su momento histórico y su trabajo.
Recuerdo también, a Saint John Perse,
en su discurso para recibir el Premio Nobel de Literatura
en 1960 cuando dijo: “La poesía no recibe honores
a menudo y, pareciera que la disociación entre la
obra poética y la actividad de una sociedad sometida
a las servidumbres materiales fuera en aumento”. Esta
aparente distancia, aceptada pero no buscada por el poeta,
existiría también para el sabio si no mediasen
las aplicaciones prácticas de las ciencias. Pero ya
hablemos del sabio o del poeta, lo que está en juego
es el compromiso con la producción de pensamiento.
Ya sean considerados como hermanos o enemigos, ambos se plantean
idéntico interrogante, al borde de un abismo común,
sólo los métodos de investigación
difieren.
La poesía, en su acepción
más contemporánea, la podemos considerar un
instrumento de conocimiento, de producción de saber
y porque no, de magia. Como escribió Octavio Paz,
a su juicio, el único método válido
de conocimiento de todo arte, es la experiencia directa,
desnuda y sin intermediarios. Lo que cuenta es la espontaneidad
de las reacciones personales.
Este criterio no es tan arbitrario, como
a primera vista pueda parecer, puesto que las reacciones
del espectador ante estas obras -desde el horror hasta
la fascinación- pueden reducirse a lo siguiente: al sentimiento
de encontrarse ante “lo otro”, esto es, ante
algo ajeno a nosotros y hasta nos puede repeler, pero nos
invita a dar un paso adelante. Una mezcla de vértigo,
extrañeza, reconocimiento. Horror y simultáneamente,
deseo de penetrar en aquello que de tal modo, ataca y disgrega nuestra
certidumbre de una conciencia personal y autónoma.
Los dos movimientos contrarios, se reconcilian en el deseo
de dar el salto mortal y alcanzar la otra orilla. La gama
de sensaciones en el compromiso con la poesía-asombro,
horror, vértigo, fascinación, caída
en el objeto-evoca siempre la vieja idea de la metamorfosis.
El trabajo de la poesía, es una labor
comprometida, también en el sentido que lo señalaba
Ezra Pound: la función de la literatura como fuerza
generadora, reside en el hecho de que incita a la humanidad
a seguir viviendo. Esta idea quizás, inquiete a ciertos
amantes del orden, lo mismo que la buena literatura les puede
llevar a sospechar “intenciones ocultas”. La
pueden considerar peligrosa, caótica o hasta subversiva
en ciertas ocasiones. Intentan toda clase de bromas y degradaciones
para domesticarla. Desearían crear un marasmo, una
gran podredumbre, en vez de una sana y activa ebullición.
Tal vez, lo hagan por simple estupidez o incapacidad de entender
la función de las Letras.
Un buen ejemplo, podría ser el sistema
germánico de filología, que se ha llegado a
decir, que fue creado para inhibir el pensamiento.
A partir de 1848, se observó en aquella Alemania,
que algunas personas pensaban, frente a lo cual era necesario
reprimir tan perniciosa actividad. Entonces, se concedió a
los pensadores una plaqueta de bronce con la etiqueta de “erudición”,
y se les fue, poco a poco-ante los ojos del ciudadano común-,
volviendo ineptos para la vida activa o para cualquier contacto
con la vida en general. Y así fue, como la literatura
fue tolerada como materia de estudio, concebida de tal manera
que alejase al espíritu del estudiante de literatura
y lo dirigiese a la nada.
Jaime Icho Kozak