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11 de octubre de 2010

Una labor comprometida, humana y existencialmente

Pienso en el título que me convoca, y en principio, se me ocurren ideas acerca de el oficio de poeta, y no estoy seguro que se trate de un ser, me parece más bien, que se trata de una entrega vital, transformadora. Es decir, un poeta es un trabajador y, si me atengo a la Academia de la Lengua, sé que está en juego un cierto riesgo o situación dificultosa, porque nunca sabemos si podremos escribir el próximo poema. Y, comprometerse es implicarse en la voz, involucrarse en los sentidos, enredar los destinos, envolver la vida, mezclarse, arriesgarse a la aventura de la palabra. Así que  creo que sí, que es una labor comprometida, humana y existencialmente.

El oficio de poeta, es una expresión que he leído en Cesare Pavese, a propósito de sus reflexiones sobre la creación de su libro: “Trabajar cansa”, donde habla de su actitud ante la creación, cuando dice que en los tres años que le llevó dicha obra, se ahondó su idea de la poesía y su capacidad intuitiva y que, mientras la hacía trabajaba con la convicción de que era lo mejor que se estaba escribiendo en Italia y decía: “Hoy por hoy, soy el hombre mejor preparado para entenderla”; o sea, el poeta es el hombre culto de su tiempo. Expresiones, que no debemos correr el riesgo de juzgar rápidamente. Entonces, por el recorrido que me sugiere la propuesta, diría claramente: un poeta es alguien comprometido con su tiempo, su momento histórico y su trabajo.

Recuerdo también, a Saint John Perse, en su discurso para recibir el Premio Nobel de Literatura en 1960 cuando dijo: “La poesía no recibe honores a menudo y, pareciera que la disociación entre la obra poética y la actividad de una sociedad sometida a las servidumbres materiales fuera en aumento”. Esta aparente distancia, aceptada pero no buscada por el poeta, existiría también para el sabio si no mediasen las aplicaciones prácticas de las ciencias. Pero ya hablemos del sabio o del poeta, lo que está en juego es el compromiso con la producción de pensamiento. Ya sean considerados como hermanos o enemigos, ambos se plantean idéntico interrogante, al borde de un abismo común, sólo los métodos de investigación difieren.

La poesía, en su acepción más contemporánea, la podemos considerar un instrumento de conocimiento, de producción de saber y porque no, de magia. Como escribió Octavio Paz, a su juicio, el único método válido de conocimiento de todo arte, es la experiencia directa, desnuda y sin intermediarios. Lo que cuenta es la espontaneidad de las reacciones personales.

Este criterio no es tan arbitrario, como a primera vista pueda parecer, puesto que las reacciones del espectador ante estas obras -desde el horror hasta la fascinación- pueden reducirse a lo siguiente: al sentimiento de encontrarse ante “lo otro”, esto es, ante algo ajeno a nosotros y hasta nos puede repeler, pero nos invita a dar un paso adelante. Una mezcla de vértigo, extrañeza, reconocimiento. Horror y simultáneamente, deseo de penetrar en aquello que de tal modo, ataca y disgrega  nuestra certidumbre de una conciencia personal y autónoma. Los dos movimientos contrarios, se reconcilian en el deseo de dar el salto mortal y alcanzar la otra orilla. La gama de sensaciones en el compromiso con la poesía-asombro, horror, vértigo, fascinación, caída en el objeto-evoca siempre la vieja idea de la metamorfosis.

El trabajo de la poesía, es una labor comprometida, también en el sentido que lo señalaba Ezra Pound: la función de la literatura como fuerza generadora, reside en el hecho de que incita a la humanidad a seguir viviendo. Esta idea quizás, inquiete a ciertos amantes del orden, lo mismo que la buena literatura les puede llevar a sospechar “intenciones ocultas”. La pueden considerar peligrosa, caótica o hasta subversiva en ciertas ocasiones. Intentan toda clase de bromas y degradaciones para domesticarla. Desearían crear un marasmo, una gran podredumbre, en vez de una sana y activa ebullición. Tal vez, lo hagan por simple estupidez o incapacidad de entender la función de las Letras.

Un buen ejemplo, podría ser el sistema germánico de filología, que se ha llegado a decir, que  fue creado para inhibir el pensamiento. A partir de 1848, se observó en aquella Alemania, que algunas personas pensaban, frente a lo cual era necesario reprimir tan perniciosa actividad. Entonces, se concedió a los pensadores una plaqueta de bronce con la etiqueta de “erudición”, y se les fue, poco a poco-ante los ojos del ciudadano común-, volviendo ineptos para la vida activa o para cualquier contacto con la vida en general. Y así fue, como la literatura fue tolerada como materia de estudio, concebida de tal manera que alejase al espíritu del estudiante de literatura y lo dirigiese a la nada.

Jaime Icho Kozak

 

 

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