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El psicoanalista jubilado
 
 
 

 

10 de noviembre de 2012

Periodismo de investigación

El rugido del hambre

Y qué se yo de lo que pasa, cuando las manos callosas se doblegan
y vueltas las palmas hacia arriba se acurrucan en el atrio de una iglesia
o se amontonan en el furgón de cola de los trenes corriendo el riesgo de quedar sujetos por un pié en la separación de los vagones.
.
Y qué se yo de aquellos, que rondan las esquinas a las siete de la tarde
buscando en la basura la bala perdida que perforó el chaleco
y fue a caer en el hoyo de sangre de un agujero entre las dos costillas,
y el encorvarse un poco, sólo un poco, para no perder el equilibrio
y rueden por el suelo las grandes bolsas en las que juntaron
los desperdicios de los vivos parecidos ahora al sueño de los muertos.

Por corredores sin luz avanza una mujer sosteniendo en sus brazos,
una palabra helada envuelta en mantas desteñidas
donde el llanto del niño se sepulta
y las manos entumecidas de la madre vierten
el vinagre de la angustia sobre sus propios ojos
tratando de arrancar el oro desvalido
en un desierto que apesta de dolor e historias de miserias
perdidas en veredas sin sol yendo a empeñar
el último reloj de plata, regalo de su abuela.

Eran tortuosos los caminos desembocando en el invierno,
siempre un lamento implorando un adiós demasiado temprano,
cayendo en ese tragaluz sin vidrios que llamaba a perderse
en las noches ahogadas por la lluvia, sin tierra a dónde huir.

Es verdad y no tanto, que buscó ser herida
en la equivocación de las esquinas,
pero el hombre decretó que había que aguantar esa agonía
y vomitó en los paredones rojos de la injuria,
la rabia de un cálculo mal hecho,
y ajustició con sus manos al corazón del juez,
allá en el sur, donde cortan las flores en pleno mediodía.

Y se desesperan los ecos de las tripas que estrellan sus paredes
alucinando legumbres frescas de una huerta
y peces y manjares que entran por una puerta falsa
que hoy no se abrió, para alojar tanto cargamento sin destino.

Esas lágrimas…, estas lágrimas mías retenidas
que inundan sin piedad la brecha por donde se pierden
los casi muertos de una casi conciencia,
casi hombres dormidos, futuros esqueletos violentados
mordidos por las sombras de algún cielo corrupto
que no comprendió del todo lo humano y sus cenizas.

 

Por Norma Menassa

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